Rescribiendo el lienzo de la tradición - El Arte de Masako Takahashi
Cada biblioteca es una especie de Torre de Babel: las tradiciones literarias, los lenguajes, las imágenes que generan las diversas culturas del mundo se mezclan en las estanterías donde se aprietan los libros. Así, entre la Babel de los altos libreros de la biblioteca del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, sobre las mesas de lectura, la artista Masako Takahashi despliega ante mí, silenciosamente, una serie de textos escritos sobre lienzos de seda, los cuales hablan desde una escritura y un lenguaje inventados por ella.
Este idioma y este alfabeto que ella ha ido configurando sobre telas preciosas de la India, Tahilandia y Japón, dan forma a un idioma que para ser escrito requiere de una aguja en lugar de una pluma, un pincel o un lápiz, escritura bordada que utiliza cabellos en lugar de hilos. Se trata de un lenguaje que se lee pero que no se pronuncia, que al leerlo se siente pero que no encierra un significado preciso y cerrado. Cada palabra es nueva, cada párrafo está conformado por ideas o “frases” que nunca antes habían sido registradas.
Las reglas idiomáticas son tan sencillas como la elegante estética que despliegan: la única regla “gramátical” es que los vocablos sean escritos en letras de tamaños regulares y que cada palabra tenga la extensión que se alcance a bordar con un cabello. Para que la escritura no se desarregle, la creadora sigue los renglones sútiles que asoman en el tejido de las telas. Insisto, se trata de un idioma netamente expresivo, despreocupado de significantes y sentencias absolutas. Pareciera entonces que el idioma creado por Masako está ligado al taoísmo, esa corrriente filosófica en la que Lao Tsé afirma que sólo en el vacío reside lo verdaderamente esencia. El escritor Kakuzo Okakura, en su célebre y aromática defensa de la tradición japonesa titulada El libro del Té, resumió así los planteamientos de Lao Tsé en torno al vacío: “Hallaréis, por ejemplo, la realidad de una habitación, no en el techo y en las paredes, sino en el espacio que estas entidades limitan. La utilidad de un cántaro reside en el hueco que contiene el agua, no en la forma de la vasija o en la arcilla con que el alfarero la modeló.
El vacío es todo poderoso, porque puede encerrarlo todo. Únicamente en el vacío es posible el movimiento. Aquella persona que consiguiera abocarse hasta el punto de que pudieran en ella caber y entrar libremente todos, llegaría a ser la dueña de todas las situaciones.” Así Masako, al deletrear el mundo en un lengauje inexistente y vacío de significados, estaría abriendo sus caractéres a todos los lenguajes y a todo el unvierso existente, puesto que sus “ideogramas” no tendrían más afán que sugerir y el lector tendría la puerta abierta a interpretar o encontrar las ideas que quisiese, es decir, sus propia imaginación jalada discretamante por el hilo de los cabellos de la artista.
Resulta inevitable estirar la mano y acariciar entre las yemas de los dedos esa preciosas sedas asiáticas que sirven de soporte a los planteamientos artísticos de Masako, y mientras se desliza entre mis huellas dáctilares la textura de un pliego verde pistache, pienso que la artista, nacida en Estados Unidos pero de padres japoneses, ha realizado su obra sobre estas sedas para tender un hilo hacia su origen cultural. ¿Qué otro material, si no la seda, nos hace pensar tan de inmediato en la China y el Japón clásicos? Masako ha decidido desarrollar su propuesta creativa sobre el lienzo de la tradición, aunque sin duda sus obras son plenamente contemporáneas, ya que al utilizar su propia cabellera como materia prima, los trabajos se anudan con el body art y con decenas de artistas actuales, sobre todo mujeres pero también algunos hombres como el ceramista y escultor Gerardo Azcúnaga, quienes han hecho del cabello parte de su lenguaje plástico.
Regresando al puente que ha trazado Masako hacia sus raíces japonesas, resulta inevitable recordar que la literatura de esa nación tuvo como primer figura a la escritora Murasaki Shikibu (finales del siglo X a principios del XI). Cuenta la historia que en aquellos años los monjes, los diplomáticos, los filósofos y científicos seguían escribiendo en chino, pues se consideraba de mal gusto que lo hicieran en japonés. Sin embargo, el monje Kukai había inventado ya los caractéres kana para expresarse en japonés, los cuales fueron adoptados por las mujeres de la corte para escribir cartas y recados.
Murasaki Shikibu nació en el año 978, época en la cual las mujeres no recibían educación culta, sin embargo, ella solía permanecer en la habitación donde su heramano recibía lecciones de un monje y aprendió rápidamente. Se casó jóven pero enviudó al poco tiempo, siendo entonces enviada a servir a la emperatriz Akiko. Viviendo prisionera del mundo cortesano, fue atesorando minuciosos detalles de la vida de la realeza hasta que se decidió a escribir su novela Genji monogatari, el libro fundacional de la literatura escrita en japonés, donde relata las aventuras amorosas del príncipe heredero. Pero esta obra también es fundamental para la historia de la vestimenta tradicional japonesa, ya que gracias a su prosa pródiga en detalles y referencias ceremoniales, se ha podido saber cuales eran las indumentarias implicadas en ciertos ritos de la época y qué trajes se usaban en cada ocasión o temporada del año. Baste una cita literal del Genji monogatari para comprender a cabalidad la estrecha relación entre la seda y las narraciones de la madre literaria del Japón: “La vestimenta era la persona; era la expresión directa de la personalidad de él o de ella.”
Si me he extendido en la personalidad apasionante de este antigua mujer, es porque encuentro en ella un vínculo ineludible con la propuesta creativa de Masako, quien también está practicando en sus trabajos una escritura fundacional, una literatura visual única sobre los sedosos y añejos fragmentos de kimonos que ha conseguido en sus viajes. Cierto, no todos los “escritos” de Masako han sido bordados en sedas japonesas, pero eso es parte de lo que hace a su lenguaje creativo una expresión contemporánea, pues si bien su arte voltea a una tradición, esta es la vasta y variada tradición asiática y su vínculo entonces es también con las mujeres hindués, tailandesas, coreanas y no únicamente con sus abuelas japonesas. Una mujer del pasado no tendría esta visión internacionalista y mucho menos hubiese podido viajar tan extensamente como lo ha hecho Takahashi.
En las ilustraciones surgidas a partir del Genji Monogatari un siglo después de su escritura, las mujeres del relato e inclusive la imagen misma de la poetisa, aparecen siempre enfundadas en deliciosas vestimentas multicolores y llevan todas el pelo largo y suelto. Al parecer, pertenecen a una generación en que las damas todavía no entraban en la moda de los tocados, los chongos y los complejos peinados sostenidos por varas y peinetas. Al observar aquellas finas pinturas que ilustran la primera novela japonesa, es invetable pensar en la luenga cabellera de Masako. El paciente cuidado de esta mujer con sus largos cabellos, representa otro vínculo indiscutible con el mundo tradicional, mas constituye también parte inextricable de su proceso creativo. Peinarse para Masako, representa cardar sus hilos. Los cabellos que se desprendan de su cabeza y queden enredados en el cepillo o el peine, serán separados cuidosamente para entrar luego al ojo de la aguja y de ahí escribir anudandose en la seda.
En el territorio de la pintura y la estampa clásica japonesa, es común ver a las elegantes damas del Japón peinándose o siendo peinadas por otra mujer. Sin embargo ,la imagen que quiero invocar representa a una mujer fabricando los tradicionales peines de madera. La imagen es de la autoría de Fujiokaya Keijiro y pertenece a esa tradición de la estampa decimónonica japonesa en que se incluían varias estampas representativas de una región en un mismo papel, como una especie de postal de impresión múltiple. Así, en el papel donde aparece la fabricante de peines, también hay un músico célebre tocando un instrumento de cuerdas, una hermosa cascada como cabellera azul de un río y unos cestos que mediante cuerdas y poleas transportan objetos por sobre un precipicio. Quise referirme a esa antología de escenas que un artista escogió para resumir alguna zona del archipiélago japonés, para subrayar que la herramienta de trabajo primera de Masako, también está elaborada tradicionalemnte por manos femeninas.
Si bien he hablado ya de los vínculos entre Masko y la tradición, además de que he querido esbozar la esencia de lo que los bordados de esta artista me sugieren, no quisiera terminar este escrito sin referirme a dos obras específicas de la exposición que me ocupa. En primer término, quiero mencionar ese círculo de trazos cuneiformes que la artista hilvanó sobre una seda color carne. Ahí, las puntas de los cabellos se han dejado sueltas, de tal modo que el perímetro del círculo vibra y sus entrañas también, generando un verdadero astro, un sol palpitante sobre la tela.
Ahora, quiero referirme a un trabajo que la artista estaba realizando cuando sucedió la ominosa tragedia de las Torres Gemelas de Nueva York, la cual señaló el inicio de una decadencia guerrera que no ha cesado. El trabajo está divido en dos partes, se trata de una obra en la que Masko decidió incluir cabello pelirrojo de una amiga para acentuar dramáticamente el cambio, además de que la primera mitad, bordada con su cabello negro estaba escrita con caractéres muy rectos en párrafos rectangulares, mientras que la segunda mitad, trazada en rojo, fue escrita en estilo más cercano a la letra manuescrita, es decir, la artista sintió la necesidad de aflojar su estilo, de volverlo menos rigido para poder hablar desde ondulaciones del dolor.
Quise abordar estos dos trabajos para puntualizar cómo la artista aprovecha las cualidades de su materia de trabajo, respetando siempre las calidades visuales y táctiles de sus soportes de seda. Pienso entonces que la tela de la espalda de un Kimono siempre está en contacto con la cabellera suelta de la dama que lo porta y pienso que Masako con su poética ha llevado a un extremo esa relación, entreverando ambos materiales. No me queda sino imaginar a la la artista en la noche de su habitación, cepillándose vigorosamente en la penumbra frente a un espejo, buscando en el silencio la la materia y forma de su próximo bordado, mientras le salen chispas de entre el cabello.
Fernando Gálvez de Aguinaga
Director, Instituo de Artes Graficas de Oaxaca (IAGO)